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Tanto los habitantes del Mediterráneo, como los del Cercano Oriente, valoraron la fertilidad como el don divino por excelencia. La temprana percepción de las potentes facultades genésicas del toro bravo le transformaron en encarnación del principio reproductor masculino, en mensajero y símbolo predilecto de la divinidad.
Los cultos a la Magna Mater, la gran diosa mediterránea y oriental, imagen de la Madre Tierra, tuvieron como eje central las ceremonias de su unión con el toro divino. Esta acción creadora garantizaba la renovación anual de la vegetación y de la vida. La veneración por tan sagrada pareja se extendía al ámbito funerario. Depositados en hipogeos o tumbas subterráneas, los difuntos descansaban en el seno de la diosa, esperando renacer a una vida mejor por los poderes regeneradores de su inseparable compañero taurino. |